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25 mayo 2015

MONSEÑOR ROMERO, PROFETA DE SU PUEBLO




Oscar Arnulfo Romero nació en Ciudad Barrios, departamento de San Miguel, el 15 de agosto de 1917, día de la Asunción de la Virgen María. Su familia era humilde y con un tipo modesto de vida. Desde pequeño, Oscar fue conocido por su carácter tímido y reservado, su amor a lo sencillo y su interés por las comunicaciones. A muy temprana edad sufrió una grave enfermedad que le afectó notablemente en su salud.

En el transcurso de su infancia, en ocasión de una ordenación sacerdotal a la que asistió, Oscar habló con el padre que acompañaba al recién ordenado y le manifestó sus grandes deseos de hacerse sacerdote. Su deseo se convirtió en una realidad, ingresó al Seminario Menor de San Miguel y a pesar de las desaveniencias económicas que pasaba la familia para mantenerlo en el seminario, Oscar avanzó en su idea de entregar su vida al servicio de Dios y del pueblo.

Estudió con los padres Claretianos en el Seminario Menor de San Miguel desde 1931 y posteriormente con los padres Jesuitas en el Seminario San José de la Montaña hasta 1937. En el tiempo que estalló la II Guerra Mundial, fue elegido para ir a estudiar a Roma y completar su formación sacerdotal y seguramente su elección se debió a la integridad espiritual e inteligencia académica manifestada en el seminario.

Fue ordenado sacerdote a la edad de 25 años en Roma, el 4 de abril de 1942. Continuó estudiando en Roma para completar su tesis de Teología sobre los temas de ascética y mística, pero debido a la guerra, tuvo que regresar a El Salvador y abandonar la tesis que estaba a punto de concluir.

Regresó al país en agosto de 1943. Su primera parroquia fue Anamorós en el departamento de La Unión. Pero poco tiempo después fue llamado a San Miguel donde realizó su labor pastoral durante aproximadamente veinte años. 

El padre Romero era un sacerdote sumamente caritativo y entregado. No aceptaba obsequios que no necesitara para su vida personal. Ejemplo de ello fue la cómoda cama que un grupo de señoras le regaló en una ocasión, la cual regaló y continuó ocupando la sencilla cama que tenía. 

El 25 de abril de 1970, la Iglesia lo llamó a proseguir su camino pastoral elevándolo al ministerio episcopal como Obispo Auxiliar de San Salvador, que tenía al ilustre Mons. Luis Chávez y González como Arzobispo y como Auxiliar a Mons. Arturo Rivera Damas. Con ellos compartiría su desafío pastoral y en el día de su ordenación episcopal dejaba claro el lema de toda su vida: “Sentir con la Iglesia”. 

Esos años como Auxiliar fueron muy difíciles para Monseñor Romero. No se adaptaba a algunas líneas pastorales que se impulsaban en la Arquidiócesis y además lo aturdía el difícil ambiente que se respiraba en la capital. También fue nombrado director del semanario Orientación, y le dio al periódico un giro notablemente clerical. Este “giro” le fue muy criticado por algunos sectores dentro de la misma Iglesia, considerándolo un “periódico sin opinión”.

En El Salvador la situación de violencia avanzaba, con ello la Iglesia se edificaba en contra de esa situación de dolor, por tal motivo la persecución a la Iglesia en todos sus sentidos comenzó a cobrar vida.

Luego de muchos conflictos en la Arquidiócesis, la sede vacante de la Diócesis de Santiago de María fue su nuevo camino. El 15 de octubre de 1974 fue nombrado obispo de esa Diócesis y el 14 de diciembre tomó posesión de la misma. Monseñor Romero se hizo cargo de la Diócesis más joven de El Salvador en ese tiempo.

En junio de 1975 se produjo el suceso de “Las Tres Calles”, donde un grupo de campesinos que regresaban de un acto litúrgico fue asesinado sin compasión alguna, incluso a criaturas inocentes. 

El informe oficial hablaba de supuestos subversivos que estaban armados; las ‘armas’ no eran más que las biblias que los campesinos portaban bajos sus brazos. En ese momento, los sacerdotes de la Diócesis, sobre todos los jóvenes, pidieron a Monseñor Romero que hiciera una denuncia pública sobre el hecho y que acusara a las autoridades militares del siniestro, Mons. Romero no había comprendido que detrás de las autoridades civiles y militares, detrás del mismo Presidente de la República, Arturo Armando Molina que era su amigo personal, había una estructura de terror, que eliminaba de su paso a todo lo que pareciera atentar los intereses de “la patria” que no eran más que los intereses de los sectores pudientes de la nación. Mons. Romero creía ilusamente en el Gobierno, éste era su grave error. Poco a poco comenzó a enfrentarse a la dura realidad de la injusticia social. 

Los amigos ricos que tenía eran los mismos que negaban un salario justo a los campesinos; esto le empezó a incomodar, la situación de miseria estaba llegando muy lejos como para quedarse esperando a una solución de los demás. La situación se agudizó y las relaciones entre el pueblo y el gobierno se fueron agrietando.

En medio de ese ambiente de injusticia, violencia y temor, Mons. Romero fue nombrado Arzobispo de San Salvador el 3 de febrero de 1977 y tomó posesión el 22 del mismo mes, en una ceremonia muy sencilla. Tenía 59 años de edad y su nombramiento fue para muchos una gran sorpresa, el seguro candidato a la Arquidiócesis era el auxiliar por más de dieciocho años en la misma, Mons. Arturo Rivera Damas: “la lógica de Dios desconcierta a los hombres”.

El 12 de marzo de 1977, se dio la triste noticia del asesinato del padre Rutilio Grande, un sacerdote amplio, consciente, activo y sobre todo comprometido con la fe de su pueblo. La muerte de un amigo duele, Rutilio fue un buen amigo para Monseñor Romero y su muerte le dolió mucho: “un mártir dio vida a otro mártir”. 

Su opción comenzó a dar frutos en la Arquidiócesis, el clero se unió en torno al Arzobispo, los fieles sintieron el llamado y la protección de una Iglesia que les pertenecía, la “fe” de los hombres se volvió en el arma que desafiaría las cobardes armas del terror. La situación se complicó cada vez más. Un nuevo fraude electoral impuso al general Carlos Humberto Romero para la Presidencia. Una protesta generalizada se dejó escuchar en todo el ambiente. En el transcurso de su ministerio Arzobispal, Mons. Romero se convirtió en un implacable protector de la dignidad de los seres humanos, sobre todo de los más desposeídos; esto lo llevaba a emprender una actitud de denuncia contra la violencia, y sobre todo a enfrentar cara a cara a los regímenes del mal.

Sus homilías se convirtieron en una cita obligatoria de todo el país cada domingo. Desde el púlpito iluminaba a la luz del Evangelio los acontecimientos del país y ofrecía rayos de esperanza para cambiar esa estructura de terror. 

Los primeros conflictos de Monseñor Romero surgieron a raíz de las marcadas oposiciones que su pastoral encontraba en los sectores económicamente poderosos del país y unido a ellos, toda la estructura gubernamental que alimentaba esa institucionalidad de la violencia en la sociedad salvadoreña. 
A raíz de su actitud de denuncia, Mons. Romero comenzó a sufrir una campaña extremadamente agobiante contra su ministerio arzobispal, su opción pastoral y su personalidad misma, cotidianamente eran publicados en los periódicos más importantes, editoriales, campos pagados, anónimos, etc., donde se insultaba, calumniaba, y más seriamente se amenazaba la integridad física de Mons. Romero. La “Iglesia Perseguida en El Salvador” se convirtió en signo de vida y martirio en el pueblo de Dios

Este calvario que recorría la Iglesia ya había dejado rasgos en la misma, luego del asesinato del padre Rutilio Grande, se sucedieron otros asesinatos más. Fueron asesinados los sacerdotes Alfonso Navarro y su amiguito Luisito Torres, luego fue asesinado el padre Ernesto Barrera, posteriormente fue asesinado, en un centro de retiros, el padre Octavio Ortiz y cuatro jóvenes más. Por último fueron asesinados los padres Rafael Palacios y Alirio Napoleón Macias. La Iglesia sintió en carne propia el odio irascible de la violencia que se había desatado en el país.

Resultaba difícil entender en el ambiente salvadoreño que un hombre tan sencillo y tan tímido como Mons. Romero se convirtiera en un “implacable” defensor de la dignidad humana y que su imagen traspasara las fronteras nacionales por el hecho de ser: “voz de los sin voz”. Muchas de los sectores poderosos y algunos obispos y sacerdotes se encargaron de manchar su nombre, incluso llegando hasta los oídos de las autoridades de Roma. Mons. Romero sufrió mucho esta situación, le dolía la indiferencia o la traición de alguna persona en contra de él. Ya a finales de 1979 Monseñor Romero sabía el inminente peligro que acechaba contra su vida y en muchas ocasiones hizo referencia de ello consciente del temor humano, pero más consciente del temor a Dios a no obedecer la voz que suplicaba interceder por aquellos que no tenían nada más que su fe en Dios: los pobres.

Uno de los hechos que comprobó el inminente peligro que acechaba sobre la vida de Mons. Romero fue el frustrado atentado dinamitero en la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús, en febrero de 1980, el cual hubiera acabado con la vida de Monseñor Romero y de muchos fieles que se encontraban en el recinto de dicha Basílica. El domingo 23 de marzo de 1980 Mons. Romero pronunció su última homilía, la cual fue considerada por algunos como su sentencia de muerte debido a la dureza de su denuncia: “en nombre de Dios y de este pueblo sufrido... les pido, les ruego, les ordeno en nombre de Dios, CESE LA REPRESION”. 

Ese 24 de marzo de 1980 Monseñor OSCAR ARNULFO ROMERO GALDAMEZ fue asesinado de un certero disparo, aproximadamente a las 6:25 p.m. mientras oficiaba la Eucaristía en la Capilla del Hospital La Divina Providencia, exactamente al momento de preparar la mesa para recibir el Cuerpo de Jesús. Fue enterrado el 30 de marzo y sus funerales fueron una manifestación popular de compañía, sus queridos campesinos, las viejecitas de los cantones, los obreros de la ciudad, algunas familias adineradas que también lo querían, estaban frente a la catedral para darle el último adiós, prometiéndole que nunca lo iban a olvidar. Raramente el pueblo se reúne para darle el adiós a alguien, pero él era su padre, quien los cuidaba, quien los quería, todos querían verlo por última vez.

Tres años de fructífera labor arzobispal habían terminado, pero una eternidad de fe, fortaleza y confianza en un hombre bueno como lo fue Mons. Romero habían comenzado, el símbolo de la unidad de los pobres y la defensa de la vida en medio de una situación de dolor había nacido.


SAN SALVADOR, 23 DE MAYO — Bajo un inmenso arcoíris que atravesó en el cielo, decenas de miles de personas vibraron con la declaración de beatificación de monseñor Oscar Arnulfo Romero en un acto presidido por el Prefecto de la Congregación de la Causa de los Santos del Vaticano, el cardenal Angelo Amato.

"La figura de Romero continúa viva y dando consuelo a los marginados de la tierra", dijo Amato en su homilía entre aplausos y vítores a Romero.
"Su opción por los pobres no era ideológica, sino evangélica. Su caridad se extendía a los perseguidores", afirmó Amato.

El prefecto exhortó a los salvadoreños a que la beatificación "sea una fiesta de paz, fraternidad y perdón... Beato Romero, ruega por nosotros", dijo al concluir la homilía.

El Vaticano divulgó una carta enviada por el papa Francisco al arzobispo de San salvador, José Luis Escobar Alas, que fue leída en el acto.

"En ese hermoso país centroamericano, bañado por el Océano Pacífico, el Señor concedió a su Iglesia un Obispo celoso que, amando a Dios y sirviendo a los hermanos, se convirtió en imagen de Cristo Buen Pastor. En tiempos de difícil convivencia, monseñor Romero supo guiar, defender y proteger a su rebaño, permaneciendo fiel al Evangelio y en comunión con toda la Iglesia", dijo el papa.

El pontífice enfatizó en que el ministerio de Romero "se distinguió por una particular atención a los más pobres y marginados. Y en el momento de su muerte, mientras celebraba el Santo Sacrificio del amor y de la reconciliación, recibió la gracia de identificarse plenamente con Aquel que dio la vida por sus ovejas".

"La voz del nuevo Beato sigue resonando hoy para recordarnos que la Iglesia, convocación de hermanos entorno a su Señor, es familia de Dios, en la que no puede haber ninguna división. La fe en Jesucristo, cuando se entiende bien y se asume hasta sus últimas consecuencias genera comunidades artífices de paz y de solidaridad. A esto es a lo que está llamada hoy la Iglesia en El Salvador, en América y en el mundo entero: a ser rica en misericordia, a convertirse en levadura de reconciliación", expresó Francisco.

Al inicio del acto, Amato leyó la declaración de Beato emitida por el papa Francisco.

Inmediatamente ingresaron las reliquias de Romero: la camisa que usaba el día en que lo asesinaron y una palma, ya que su funeral se realizó un Domingo de Ramos. Las reliquias recibieron ofrendas de representantes de la sociedad civil, entre ellos el hermano del arzobispo asesinado, Gaspar Romero.

Monseñor Escobar Alas leyó la petición de beatificación enviada hace más de una década al Vaticano y agradeció al papa Francisco, en nombre de la Iglesia y pueblo salvadoreño, por declarar Beato a Romero, mientras el postulador de la causa en la Santa Sede Vicenzo Paglia leyó una biografía del arzobispo asesinado.

Muchos feligreses acamparon en los alrededores de la plaza la noche anterior y celebraron una vigilia con la participación de sacerdotes y una misa oficiada por el cardenal hondureño Oscar Rodríguez Maradiaga.

"Podrán matar al profeta, pero no la voz de la justicia, su voz nunca la van a callar", entonaron los feligreses de la parroquia de la Señora de La Asunción, de uno de los suburbios del norte de la capital.

El presidente estadounidense Barack Obama dijo en una carta divulgada por la Casa Blanca que "monseñor Romero fue una inspiración para la gente en El Salvador y en las Américas. Era un pastor sabio y un hombre valiente que perseveró frente a la oposición de los extremos de ambos lados. Sin temor se enfrentó a los males que veía, guiado por las necesidades de su amado pueblo, los pobres y los oprimidos de El Salvador".



CONFLICTO ARMADO EN EL SALVADOR

Entre los años 1981-1992, El Salvador vivió una etapa de su historia que no había experimentado nunca. Una guerra civil prolongada y sangrienta que dejó como resultado miles de muertos, el estancamiento del desarrollo económico, la destrucción de una buena parte de su infraestructura y la migración de miles de salvadoreños que abandonaron el país. El fin de la guerra llegó en enero de 1992 con la firma de los Acuerdos de Paz entre el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y el gobierno. 

Los análisis sobre lo sucedido, son diversos. Estos se pueden resumir en tres posiciones analíticas: la primera, sostenida por los gobiernos de la época, los intelectuales miembros de los grupos dominantes, los militares y el gobierno de los Estados Unidos; para ellos la guerra era resultado del éxito de hábiles agentes externos que pretendían imponer en El Salvador un gobierno comunista. Según esta postura los problemas en El Salvador no eran locales; sino causados por Cuba y la Unión Soviética quienes pretendían expandir el comunismo en Centroamérica. La segunda postura era sostenida por el FMLN, para quien la guerra era producto del descontento por la desigualdad social, la concentración de la riqueza en pocas manos y la dictadura militar que a lo largo del siglo XX había frustrado todo intento democratizador en el país. La tercera posición era concebida desde la academia, según los estudiosos, el conflicto militar era el resultado de la pérdida de legitimidad por quienes dirigían la sociedad salvadoreña, por su incapacidad para integrar políticamente a los sectores subordinados.

Las causas estructurales de la guerra pueden encontrarse en; la larga permanencia de un régimen político autoritario, la falta de un gobierno civil resultado de elecciones competitivas libres, un sistema legislativo representativo, falta de independencia del poder judicial, total irrespeto a los derechos humanos, ausencia de una prensa independiente o de un organismo electoral autónomo. Por décadas lo que prevaleció fue el ejercicio del poder arbitrario, la intolerancia frente a la oposición política, el uso de la fuerza ante las demandas de democracia, los golpes de Estado, la persecución a los opositores políticos. Por otro lado, una estructura económica que profundizaba la inequidad. El Salvador era un país dependiente de la agro exportación principalmente de café, azúcar y algodón. La distribución equitativa de la riqueza nunca fue un tema discusión entre los grupos dominantes, a pesar del constante crecimiento económico que alcanzó el país, un 5.2 % entre los años sesenta y setenta. Junto a ese crecimiento marchó paralelo un empobrecimiento y un retraso de importantes segmentos de la población.

Si bien es cierto que el régimen político autoritario y el sistema económico inequitativo, rasgos de larga duración, pueden ser considerados como causas estructurales del conflicto militar, no hay que dejar de lado las causas inmediatas, entre las que podemos mencionar: los fraudes electorales de la década de los setenta (1972 y 1977) y la represión contra el movimiento social y la oposición política. A principios de los años setenta, el debate dentro de la izquierda salvadoreña se centró en las ventajas de la vía electoral sobre la lucha armada. Pero al mismo tiempo que las elecciones fueron más y más fraudulentas, la lucha armada apareció a muchos necesaria y justificable.

Se estima que la guerra dejó un saldo de 75.000 muertos, en su mayoría civiles. Si se tiene en cuenta que en la década de 1980 la población de El Salvador rondaba los 4,5 millones de habitantes, ello equivale a decir que casi el 2% de la población perdió la vida en el conflicto. Decenas de miles de personas resultaron heridas físicamente (como consecuencia de armas de fuego, explosiones, minas antipersonales, etc.) y miles de ellos quedaron con mutilaciones que los incapacitaron de por vida. Miles, también, resultaron con graves secuelas psicológicas (si se tiene en cuenta las violaciones a las que fueron sometidas incontables mujeres y las torturas y vejaciones que padecieron otros tantos hombres). Numerosos niños quedaron huérfanos de padre, madre, o ambos.
Los daños materiales fueron cuantiosos. Puentes, carreteras, torres de transmisión eléctrica, etc. resultaron destruidos o severamente dañados; la fuga de capitales, y la retirada del país o el cierre de innumerables empresas hicieron que la economía del país se estancara durante más de una década. La reconstrucción de la infraestructura se ha prolongado hasta la actualidad.

Desde el punto de vista social, el costo también ha sido muy alto. La desmovilización de los ex-combatientes y su reinserción a la vida civil han sido una dura labor que aún continúa. Como consecuencia de la guerra, quedaron en manos de la población civil miles de armas de fuego, lo cual propició el surgimiento de las pandillas de jóvenes y adultos denominadas maras, dedicadas a la delincuencia y al tráfico de drogas, y que han hecho de El Salvador uno de los países (con ausencia de guerra) más violentos del mundo. Por otro lado, cerca de 500.000 salvadoreños se vieron obligados a abandonar el país. La mayoría se radicó en California, donde los emigrados y sus descendientes se han convertido en una importante fuerza económico-laboral, y las remesas de dinero que envían a sus familiares en El Salvador se han transformado en uno de los principales motores de la economía nacional.

En 1990 las dos partes aceptaron que la ONU oficiara de mediador en el conflicto y se iniciaron conversaciones a fin de encontrar una solución a la guerra. Tras intensas negociaciones, la ONU diseñó un plan, a cumplirse por etapas, según el cual: Los rebeldes debían destruir sus armas e indicar la localización de todos sus arsenales y municiones. Asimismo, debían desmovilizarse y permitir el paso de las autoridades y la policía. El gobierno debía, por su parte, desmovilizar al ejército, la policía y desarticular a los escuadrones de la muerte. A fines de 1991 la ONU certificó que ambos bandos habían cumplido con sus compromisos y los convocó a la firma de los Acuerdos de Paz de Chapultepec el 16 de enero de 1992 en el Castillo de Chapultepec, Ciudad de México, México.


DESPERTANDO CON MONSEÑOR

Va corriendo la vida, el tiempo un manantial que aflora, en el brillante despertar monseñor Oscar Arnulfo Romero, las calles de cenizas, la piedad humana puesta sin demora, amando a la humanidad incondicional y al mundo entero.

Su voz, la voz del pueblo encarnado en el  hombre tan divino, que pudo decir la verdad, en los momentos de tanta represión, elevando su alma, con la verdad abriéndole al pueblo, el camino, la verdad que nacía de sus labios, lo llevo al calvario y crucifixión.

Tiempos represivos, donde monseñor Romero, ofrendo su vida, sacrificándose como cordero, contra el pecado del capitalismo, aquellos crueles hacendados, ricos y déspotas le dieron partida, en nuestra historia, se mantendrá monseñor con gran memoria.

Inclusive en el día de su entierro, el tirano dispuso sembrar terror, ni tan siquiera, en su entierro existió un respeto, como ser humano, en la ciudad de San Salvador, mataron a muchos poniendo el dolor, la Catedral capitalina, un escenario de muerte del gobierno tirano.

Oscar Arnulfo Romero, el pueblo te llevara por siempre en el corazón, tu lucha por denunciar las injusticias, te llevo a la muerte en El Salvador, porque tu voz, golpeaba internacionalmente con la verdad, en expansión, desenmascarando las atrocidades perpetradas, de aquel tiempo de horror. 

Un poeta Salvadoreño